Mariana Carlos - Les Rudi Llata (18-06-24)

Les Rudi Llata 

Desde Barcelona el mundo nos parecía pequeño. Los faroles taciturnos de medianoche se enlazaban con el espesor de la niebla en épocas de invierno. La melodía sagrada de la llovizna reavivaba la esperanza de encontrar el sendero hacía nuestro hogar. Oscuridad, era aquello que nos envolvía intempestivamente cada vez que la luna se olvidaba de nosotros. En tanto que los zapatitos de charol hacían crujir el montón de hojas secas. Los botones de nuestros sacos se hallaban perdidos, nos hacía frío. La carga de llevar un pan a la casa nos quebraba, a nuestra corta edad. Vimos el reloj: una de la madrugada. Era nuestro turno. Al principio solo éramos mi hermano Leonardo y yo en un mundo de adultos. Nos mezclábamos con el furor, el regocijo, y sobre todo, con el humo del tabaco de quienes frecuentaban la cantina. El tiempo no solía ser del todo justo. Nos presentábamos con una selección musical de más de cuarenta pistas ensayadas día, tarde, y noche, para luego ser interrumpidos por el retumbante sonido de la puerta, con el último cliente yéndose. Maldije el día en que aprendí a tocar clarinete. Mi madre llegó un domingo por la tarde con unos desconocidos, afirmando que eran sus otros hijos. 

A los grandes nos tocó trabajar. El despertador habitual solía ser la pesada niebla que irrumpía en los agujeros de la casa y la inundaba de aire frío. Era necesario que nos acurrucáramos todos en la misma cama para alcanzar algo de calidez. A la medianoche, cuando todos yacían en la profundidad de sus sueños o pesadillas, Leonardo y yo salíamos en rumbo a las cantinas. Ya no se trataba de las mismas cuatro horas de presentación, sino de las que duraban hasta el día siguiente. Los años proseguían con ensayos, insomnio, y música. 1914 era casi inexistente para nosotros. Habíamos nacido un día de aquel año y al otro nos encontrábamos parados en un escenario con la luces empañándonos y un público juicioso que no encontraba talento en lo que hacíamos. Decidimos no buscarle sentido a lo que había estado dirigiendo nuestras vidas hasta ese momento, pero era necesario encontrarlo. La pasión sin duda corría por nuestras venas cuando 

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palpabamos con nuestros labios las boquillas de los clarinetes. Las manos vírgenes que se posaban en aquellas guitarras abrían el cerrojo a la liberación de un instinto reprimido por encontrar un lugar en el mundo. La guerra no nos pertenecía, ni siquiera nos pasaban la pelota. Pero había una guerra interna entre vivir como lo hacía el resto o salirse de la línea. 

Las horas transcurrían y los rostros serios y meditabundos de las personas me enfermaban. Amaba la música tanto como a mi familia y por eso no me rendía. Más aún por lo extensa que se había vuelto tras aquel domingo. Mis hermanastros, Manuel y José, casi siempre sentían la pegada de lo ajeno, pero sabíamos de su conflicto interno y con un “todo estará bien” fumigábamos sus tristezas. A medida que nuestros zapatitos de charol se convertían en verdaderos zapatos de charol, nos dimos cuenta de la gran destreza que poseíamos para alegrar a mamá. A pesar de haber crecido tanto y de ser llamados “adultos”, era como si retrocediéramos en el tiempo a medida que avanzábamos en él. Los cuatro teníamos una chispa infantil, un carisma sin igual, tocábamos nuestras sinfonías al ritmo de las risotadas de mamá. El ambiente se empapaba de ocurrencias, clarinetes, chistes, y de esta manera se constituían las singulares presentaciones. 

Conocíamos muy poco del pasado de mamá. Mientras nos daba fuerzas para continuar a ella se le complicaba salir de la cama. Empero, sabíamos de sus raíces circenses puesto que vivió en teatrines ambulantes durante tres décadas y, además, nos contó que fue un circo el que había sido testigo de nuestro nacimiento. Nada podía alborozar más mi alma que saber que el pasado nos necesitaba para reescribir la historia. Muy en el fondo sentía que pertenecía ahí, al escenario, con unos que otros aburridos, pero justamente estábamos ahí para sacarles sonrisas. Una tarde mamá propuso con entusiasmo que nos presentáramos en los circos ambulantes del centro de la ciudad, en Zaragoza, ya que ahí se sedimentaba la cuna del clown. Entonces decidimos concebir un nuevo nombre, uniendo a los cuatro hermanos, nos llamábamos: Los Rudi Llata. 

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Leonardo Llata era un prodigio del acordeón. Fue el único que conoció a papá en vida, y este mismo lo había dotado de habilidades musicales dignas de admiración. Particularmente él, a pesar de su campurosidad, constituía una pieza fundamental en el emprendimiento, ya que se dedicaba como a nadie en la composición del repertorio para el show. Su día empezaba desde temprano, no tanto como Manuel, pero se esforzaba hasta que le quemaban las pestañas. Nuestra humilde casa se cumplimentaba de esquina a esquina de un sopor melodioso compuesto por sus etéreos preludios. Nuestras tazas de café no ondeaban cual sismo, sino que revoloteaban entre la espuma por tan majestuosa sinfonía. Ahí nos dimos cuenta de que la música era consanguínea. 

¡Ay, clarinete! Desde que lo encontré tendido en un callejón vacío en la Bon Pastor en pleno mediodía me sentí nuevamente como un perro abandonado. Las personas dejaban cosas en tantos sitios sin sentir remordimiento porque era claro que eran inanimados, sin sentimientos. Pero cuando a uno lo dejaron tirado hasta que casi no llegó a escuchar el canto de los gallos comenzó a florecer la sensibilidad por todo y por nada. Tanto Leo como yo pasamos nuestros primeros días en la tierra ocultos del mundo que distaba en ser el albergue protector entre el cielo y el inframundo. Entonces me llevé el objeto a casa. Lo oculté por un tiempo en el cajón inferior de la mesita de madera olvidada con el tiempo y por todos en la casa. Los primeros días no fueron fáciles para determinar la mecánica del objeto de brillantez excepcional. Me atraía, lo tocaba, todo me salía mal y regresaba a mi punto inicial. Era un sin fin de sonidos nuevos y emocionantes. Las sospechas de mis hermanos en parte me alegraban pues quería que me escucharan cuando decidiera dar el golpe final al caparazón de vergüenza que acompañaba mis tardes solitarias con el clarinete. Eventualmente conocí algunas notas del dichoso instrumento, pero yo quería desentrañarlas todas. La agudeza a la que podía llegar con Sol me asustaba, Do Mi Si eran una combinación un tanto extraña. Cuando el ocaso se pintaba con los restos del sol solía escapar hacia el desván para liberar la tensión de los demonios vociferantes sumidos en ese cuerpo 

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ahogado, transformándose todos ellos en Do Re Mi. Conforme progresaba, la idea de presentarme ante mi familia ya no sonaba tan irreal. La pureza de mi solo no pasaba desapercibida entre la familia, de eso estaba seguro. 

Fue en el cumpleaños de José en que decidí contar mi verdad. No usé palabras, sino música. Esa habría sido la primera vez que me sentía arrastrado por una fuerza superior que demandaba mi fineza y mi talento por sobre todas las cosas. Mi madre, con mil arrugas de alegría, me dió un beso en la cabeza, orgullosa de mi bello don. Fue a partir de ese momento que acompañé a Leonardo a las tocadas nocturnas. Pura fantasía para el oído público, y yo, disfrutaba tanto de ser escuchado. Si bien los aplausos y silbidos no eran el pan de cada día, sí los dejábamos anonadados, incluso a los borrachines del barrio. Se tornó un poco cansado, pero mamá no podía más. Era momento de que pusiéramos de nuestra parte, y esa fue nuestra rutina casi por una década. Por otra parte, José y Manuel, se interesaron también por la música, así que les enseñamos a tocar tanto el clarinete como la guitarra. Mis tardes solitarias fueron reemplazadas por carcajadas al lado de mis hermanos, finalmente estábamos unidos. Pronto empezamos a tocar todos juntos en los locales. Afortunadamente, nuestros rasgos faciales le llevaban la contraria a la inocencia de unos jóvenes que no terminaban ni la secundaria. Nos hicimos conocidos entre los centenares de visitantes en las cantinas, y hasta ese momento no habíamos analizado entre todos la idea que mamá nos propuso aquel día que nos hicimos los payasos frente a ella. 

¿El circo? Sabíamos que dábamos risa, que pertenecíamos al escenario y que a lo mejor ahí sí podrían valorarnos, pero aún sentíamos la pegada. Después de un tiempo, concluímos en que Manuel no tenía ni una pizca de tímido, Leonardo ya se había acostumbrado a los rostros y al espectáculo, y José Ruiz, mi tocayo, era algo así como mi gemelo de otro padre. 

Estaba decidido, nos íbamos a presentar en los circos ambulantes de Zaragoza. Teníamos lista la enorme mochila con todo lo que necesitaríamos 

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para el viaje. Iríamos en tren, y no en la clase baja. Todos habíamos trabajado duro para ir lo más cómodos posibles. Mamá era tan cabezadura que se rehusaba a acompañarnos, pero en realidad no se sentía bien. Encargársela a las vecinas representaba una solución inmediata, pero la rechazó. De todas maneras, volveríamos pronto. Eran tres fechas importantes a las que debíamos asistir: viernes 15, sábado 16, y domingo 17. Nos despedimos de ella con el abrazo más sincero y amoroso que podíamos dar, ella nos tomó de la mano y nos dijo: “Hijos míos, tal vez el tiempo no haya curado sus heridas y sientan rencor hacía mí, pero espero comprendan que muchas cosas son injustas en esta vida, y tras este velo opaco se encuentra algo mucho más hermoso que el plano material nunca podrá superar. Joselito, Nolito, Pepi, Leonardito, deseo con todas mis fuerzas que puedan encontrar la felicidad más allá de los reflectores”. Fue así que partimos hacia Zaragoza desde Barcelona, hacia aquel futuro incierto que nos separaba de mamá por poco más de una hora y media de distancia. Conforme el tren avanzaba por las lúgubres calles, estas perdían su luminosidad sepia, contemplábamos más árboles que personas. De pronto, el sentimiento polvoroso de dependencia hacia nuestra cuna inexistente regresaba para punzar con la pluma más fina sobre nuestros clisos desbordándolos de chorros sangrientos de dolor conocidos como lágrimas. Nuevamente nos sentíamos perdidos, volvíamos a ser unos niños, contábamos con los dedos sudorosos, ¿cuánto faltaba para las ocho? Nuestros cuerpos tiritaban de frío y estaban completamente adormecidos. Extrañábamos a mamá, queríamos probar suerte y luego regresar, ese era el plan. Al llegar, sentimos la profunda necesidad de movernos hacia donde el creador tenga su madriguera de cristal para quedarnos in aeternum, todo, absolutamente todo, menos el asiento del tren. Mientras caminábamos hacía la salida de la estación, la cascada de pensamientos me invadieron como balas de goma cubiertas por un veneno mortal. Entonces pisamos tierra, no únicamente porque habíamos llegado, sino porque nos dimos cuenta de que estábamos completamente solos en el mundo. Al principio nos dió pavor el hecho de transitar en medio de los callejones muertos y sus gatos negros. La ciudadela relucía de incandescente gris 

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hielo, su opacidad se barajeaba con las luces doradas del centro de la ciudad, y los transeúntes parecían llevar niebla en lugar de rostros. El Gran Hotel de Zaragoza se distinguía a metros de distancia, brillaba como una bola de cristal que envolvía en su vientre el paraíso dorado. Nos atrajo tanto que llegamos a la puerta. Las miradas de los vigilantes al vernos parados al frente podían codificarse, pensaron en nosotros como unos fulanitos extranjeros con sed de trabajo y gustos caros. Incluso soltaron risitas cuando miraron nuestros instrumentos colgados en la espalda, esa noche les daríamos una buena lección. Leonardo, al ser el mayor, supuso que todos queríamos hacer algo ante esa situación, y pasándose de largo atravesó la elegantísima puerta y a los soberbios vigilantes con la mirada en alto en la espera de que nosotros lo siguiéramos. Así lo hicimos, como una fila de patitos obedientes nos situamos detrás de él a esperar que el recepcionista dejara de cuestionar la procedencia del cuantioso dinero que entre todos habíamos ahorrado. Fingimos no estar sorprendidos por la escala de precios de las habitaciones en el hotel. Nuestro dinero perdió vertiginosamente su valor, por lo que optamos por una habitación más baja que nuestras expectativas. Con todo, la vista desde la habitación era más que un regalo divino. Desde ahí era posible comtemplar la ciudad en su máximo esplendor, sin nada de nubosidad. Los arrepentimientos por haber depositado tal dinero se cauterizaron en seguida, pues la belleza de tal sitio era inefable. El deleite decorativo nos dilataba las pupílas, los exquisitos manjares del hotel nos convertían en bestias en medio de finísimos comensales, y la música del gran salón reinaba en nuestro sistema nervioso. Todo sonaba increíble, no obstante, la imagen de mamá nos traía de vuelta a la realidad. 

Era nuestra primera noche lejos de nuestro hogar y cada cosa nos impactaba inconmensurablemente. Sin embargo, constantemente nos preguntábamos si nuestra madre también estaría cenando, o limpiando algunas zonas de la casa, o decidiendo por fin en salir del matusalento catre en el que parecía estar pegada con terocal. Simplemente no comprendía de dónde había nacido su pena, y hacia donde desembocaba cuando nos veía. 

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Aún así la extrañaba tanto, todos, en realidad, nos sentíamos bastante preocupados por ella. El gozo se había fugado en un instante tras haber pensado en eso. Sentíamos cansancio físico, pero nos pesaba más la conciencia. 

Al día siguiente recorrimos la ciudad desde temprano, afortunadamente el descanso había mejorado nuestro estado de forma considerable. En los postes, paredes, y ventanas eran visibles los afiches de llamativas figuras y colores anunciando la llegada del Circo a la ciudad. Decenas de estos se presentaban durante esas fechas con atracciones de otro nivel. Elefantes, leones domesticados, presentaciones con fuego, el freak show tambien se iba a manifestar, por lo que representaba un festín carnavalesco colmado de una efervescencia bacana. ¡Requerían payasos! ¡Urgente! Exclamó Pepe. Esa era nuestra oportunidad, a las tres de la tarde harían un casting en un almacén no tan alejado de la ciudad. Un camión de paso se ofreció a llevarnos sin costo alguno. Llegamos a las tres de la tarde en punto, y sorpresivamente, el tráfico no había promovido contratiempo alguno. 

Al llegar, notamos que el almacén estaba casi que abandonado, ni una sola alma nos recibió, y estando alejados de la multitud, empezamos a cuestionar la autenticidad del volante. Todavía éramos chiquillos, era obvio que íbamos a caer en tal tontería. Resignados, ya estando listos para marcharnos del desolado lugar, un hombre salió de repente detrás de nosotros, Leonardo se dió cuenta de ello y se pusó a la defensiva. El hombre tomó la posición más tranquila y afirmó que él era el dueño del circo ambulante “El Kongo”. No le creímos, era indubitable que nuestra seguridad peligraba en ese tétrico lugar. La desesperación del hombre al vernos partir se hacía notar, por lo que decidímos escuchar lo que tenía que decirnos. Nos mencionó que requerían de un grupo de payasos para el show del día siguiente, ya que el anterior sufrió una pérdida muy grave y no tuvieron más remedio que apartarse. Así es, no habría casting para nosotros, teníamos que presentarnos sí o sí porque éramos los únicos disponibles, además el pago sería extra. Aceptamos con cierta 

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desconfianza, pero vimos la carpa oculta en el almacén al igual que los disfraces e hicimos un trato con el hombre. Su nombre era Frank, provenía de una familia de ganaderos a las afueras de la ciudad. Esa tarde nos fuímos con prisa al hotel, en el recorrido nos pusimos a charlar sobre cómo nos presentaríamos, qué música tocaríamos, pero por sobre todo, nuestros nombres de payasos aún eran indefinidos. Al llegar, nos acostamos y empezamos a conversar. Las ideas surgían como enredaderas que se pulían para dilucidar la flor bendita del pensamiento. Fue ahí que recordamos los apodos que nos ponía mamá: Manuel, Nolo; José Ruiz, Pepi; Leonardo, sólo le decía Leonardito, y a mí, José Llata, Joselito. 

No haríamos la salutación como tal, iba a ser algo fuera de lo común. El saxofón era el común denominador, mi clarinete ya estaba listo para el show, y las guitarras siamesas relucían ya afinadas. Debido a la emoción me acosté tarde, el reloj marcaba las dos de la madrugada, a pesar de ello sentí que había dormido más de ocho horas. En la mañana el cielo se teñía de una paleta de colores pasteles, rellenando el espacio de un frenesí singular. Era la primera vez que Manuel se pintaba la cara para actuar, era la combinación entre un mimo y un payaso. Pepe y Leonardo habían practicado cada uno con sus respectivos instrumentos. Por mi parte, ya cargaba conmigo el clarinete que había sido testigo de mis más grandes sueños pero también de mis frustraciones y consuelos. La concurrencia de la muchedumbre se expandía a medida que salíamos de la ciudad. Cientos de niños iban acompañados de sus padres hacia las atracciones de las carpas, y las luces aún estaban tenues. Nos presentábamos ante los dueños de los circos que requerían grupos urgentemente, no habíamos encontrado otro más que el acordado anteriormente. Ya casi era de noche, los foquitos de las carpas empezaban a alumbrar como luciernagas atrapadas en el mosou black. El aire se contagiaba de risas, bocinazos, y el chirrido de uno que otro juego mecánico popular de la época. En ese momento apresuramos el paso y nos dirigimos hacia la carpa del señor Frank, lo vimos conversando con sus demás artistas y lo saludamos. 

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Faltaban treinta minutos. Las manos se me acaloraron, mi respiración aumentó y mis púpilas se dilataron. A pesar de haber estado más de diez años conviviendo con los escenarios, esa vez fue diferente. Nuestro primer show de payasos, quién lo habría imaginado. ¡Diez minutos! Muy pocas veces he estado realmente nervioso ¿Será que a la gente le parecerá gracioso? La trapecista acariciaba el techo mientras daba un sin fin de vueltas, era asombrosa. El domador de tigres trataba a la bestia cual perro, quedé fascinado. Los niños gritaban de emoción cuando el tragafuegos se creía dragón chino. Y así los artistas arriesgaban sus vidas con tal de ofrecer un espectáculo de primera calidad. ¿Teníamos tal calidad? Era momento de averiguarlo. Había llegado nuestro turno. Frank nos había anunciado con nuestro nombre artístico “Los Rudi Llata”. ¡Luces! ¡Aplausos! ¡Acción! Salimos del escenario acompañados por la musquita de fondo. Yo comencé tocando un runrún gracioso con el clarinete mientras que Pepi me imitaba cual mono aniñado. Nolo nos reclamaba por retrasar el show con los memeces y el bobo sonido del instrumento, alcanzando algunas risas. Leonardo acompañaba el fondo musical con el acordeón de piano, y las risotadas aumentaban cuando Pepi y yo nos burlábamos uno del otro. Luego Pepi se inclinó hacia atrás para caerse a propósito de la silla mientras que yo intentaba salvarlo, fue hilarante. Mis retintines se repetían de momento en momento para ponerle más comicidad a la escena. En una parte dada, toqué un solo con mi clarinete por unos momentos, las personas me observaban asombradas dando aplauso tras aplauso, después volvía al retentín provocando que la gente estalle de risa. El quid de la presentación se halló en nuestras caracterizaciones distinguidas y originales. Pepi era el más loco, Nolo le daba el estilo propio de los Rudi Llata, Leonardo era el equilibrio del grupo, y yo, Joselito, era un tonto feliz. 

Al terminar el espectáculo las personas se levantaron de sus asientos para aplaudirnos. Debo decir que me esperaba tomates, no ovaciones. Me llenaba el alma divisar entre las caras sonrisas amplias y rebosantes de alegría. Me sentí un triunfador. Frank nos felicitó detrás del telón abrazándonos y dando las gracias por la popularidad y simpatía que 

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habíamos alcanzado entre los visitantes. También mencionó que al día siguiente nos haría una propuesta de suma importancia. Nosostros estaríamos ahí para escucharlo, cómo no si ya nos había dado la oportunidad de nuestras vidas. Varios camarógrafos y periodistas habían ido a cinematografiarnos, al día siguiente estábamos en los diarios. 

Mis hermanos y yo, en el hotel, con el merecido pago, pensamos que los esfuerzos de nuestro trabajo finalmente habían dado su fruto. Como era de esperar, fuimos con Frank a escuchar la propuesta que tenía. Nos contó que “El Kongo” era un circo internacional el cual hacía un tour por toda Europa y luego hacia Estados Unidos. Él era uno de los encargados en España, pero había muchos más por todo el mundo. Fue notable nuestro entusiasmo frente a la idea de ser artistas de talla mundial. A pesar de haber sido nuestra primera presentación, habíamos alcanzado popularidad por casi toda Zaragoza. Frank quería que nos uniéramos para llegar a más personas, empero, el próximo día teníamos que viajar para ver mamá. Entonces Frank cambió de rostro. Su voz ya no era amable y carismática como la de hace un momento. No podíamos quedarnos para siempre, le dijimos. Él frunció el ceño, cruzó sus brazos y aclaró su voz de un gruñido. Nos sorprendimos por la impaciencia de sus botas de serpiente al zapatear contra el suelo. Miré los ojos de mis hermanos, no sabíamos si irnos o decirle que nos quedábamos, que dejábamos todo para convertirnos en payasos internacionales. Hasta que él habló, y retomando la benévola postura de antes, nos dijo que entiendía la preocupación que sentíamos por nuestra madre, pero que esa sería la última vez que él o algún otro circo nos daba la oportunidad para salir de gira como artistas. La cúspide emocional a la que habíamos llegado se rompió a modo de cristales filosos en nuestros corazones. No íbamos a dejar a mamá sola. Nos fuimos en la tarde con el mismo tren con el que llegamos. A diferencia de Zaragoza, Barcelona no era tan desolada. No conocíamos todos los rincones de nuestra ciudad, pero las calles aquellos faroles a medio desvanecer nos habían confortado como un cálido abrazo. Caminamos por media hora bajo la lluvia, a esa hora no pasaban los buses de camino a casa. La línea vertical 

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que nos conducía por la senda de la vida nos llevaba directo a la puerta del Bon Pastor en el número 202. 

Cuando éramos pequeños solíamos contar las casas felices del barrio, llegábamos al bajo cero. La emisora más sonada era la de las baladas. En verano se formaban charcos por la manguera de agua que entre todos nos empapaba. Entre cuatro paredes el calor se concentraba en una esquina. Si teníamos que conocernos había que hacerlo a escondidas. Compartir el enigma particular resultaba en un inicio el crucifijo en la piel del ángel caído. Protección, queríamos protección. Mamá había desaparecido de la faz de la tierra en un periquete. Nunca antes había sentido tanto miedo al abrir una puerta. El presentimiento había llegado desde antes y no le hice caso. Se había ido, todos estábamos estupefactos en la entrada del antiguo evenescer. La prolongación del momento fue infame, sabíamos que se había ido y seguíamos en estado de shock. Retiré mis palabras luego de atisbar una carta en la mesita de madera. Nuestra madre nos dejó con un mensaje que decía: “Eternamente estaré agradecida por el sacrificio que han hecho con sus vidas en beneficio mío y el de toda esta familia. Estaré bien, queridos, solo que soy un estorbo ahora mísmo para sus carreras en el exterior, espero cumplan el sueño que mis llorosos ojos no pudieron ver”. Si bien no teníamos fuerzas para buscar explicaciones a lo ocurrido, yo tenía la fuerza necesaria para correr hacia donde no existiera un mañana. Quería gritar, y no en mi mente, sino gritar de verdad, como el niño de traje azul, sin temor a ser aislado del derecho a ser amado. Las teclas del clarinete se alejaban de este orbe de confusión, angustia, y recelo. Así que huí en cuanto ví que ella no me esperaba en la puerta, que el café con leche seguía igual de frío que hace algunos días, que mi imaginación antes tomada como una bendición estaba maldita, que no vería el sol ni dibujándolo en una esquinita. Mis hermanos estaban paralizados, no me buscaron y ni siquiera voltearon. Corrí, corrí muy lejos, el tren nuevamente partía para mi galimatía, tenía nueve euros en la mochila, y la esperanza de no conocer de nuevo esa antigua vida. Para mi sorpresa, al subir la cabeza estando ya en el mismo asiento mortífero del tren, los ví a ellos. Sin decir 

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nada se sentaron a mi lado, me acosté en el brazo de Leonardo y partí a llorar. Siempre he creído que la ida es más lenta que la vuelta, pero ese no era el caso. Volvimos a Zaragoza, el tiempo no era el mismo de hace algunas horas, y el aire inspirado era helado. Fuímos a un hotel baratísimo, las mujeres nos querían cobrar por otro tipo de servicio, felizmente dormimos en cuanto entramos al piso. A la mañana siguiente desperté tarde y hacía calor ¿Quién entendía aquel clima? Desayunamos en la vuelta de la esquina, en un puesto de panes y emolientes, comimos pan con torrejitas. Nos sentamos en el parque a charlar dentro de lo que el silencio nos permitía. Las emociones estaban a flor de piel como para tomar una decisión bien pensada. El dictamen de nuestra madre nos declaró inocentes, podíamos tomar su consejo. La decisión final estaba tomada: Nos iríamos. Visitamos a Frank con la cola entre las patas y este nos recibió como si no hubiera pasado nada. Las semanas transcurrieron y las horas como el viento se llevaban nuestras penas más profundas a medida que escarbamos en el pedazo de tierra mojada llamada arrepentimiento. Pese a que era verdad la promesa de viajar por el mundo, aún nos sentíamos vacíos. Nos hicimos famosos en la propia Barcelona, en Mallorca, Madrid, Sevilla, y casi por toda España. Los flashes se hacían frecuentes, las cámaras jamás estaban ausentes, y el público proliferaba de manera exponencial. El reconocimiento externo nos puso en el ojo de millones de personas entre los años 1930 y 1950. La cresta de nuestro trabajo se sintió más en Francia, gracias a nuestras actuaciones en el Cirque d’Hiver parisino, además del Circo Pinder y el Radio-Circus. Los periódicos y la televisión nos catalogaron como “Les Melleurs Clows du Monde”. El apogeo de esa magnitud demandaba algo más que nuestro tiempo, nuestra alma entera. Los años pasaban, y lo que no sabíamos era que la deuda con la página perdida de nuestra historia se acercaba cada vez más al Día Final. 

—Han pasado treinta y cinco años. ¿Desean continuar? En mi caso, ya estoy cansado —dijo Leonardo. 

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—Los años no pasan en vano, querido hermano. ¿No es así, José? —respondió Manuel. 

—No comprendo a qué te refieres, Manuel —contesté yo. —A que te encanta salir con hermanas de otros —murmuró Manuel. 

—Vaya, ¿así que tú eres algún “otro” y no mi hermano? —le respondí hablando más fuerte. 

—El punto no es ese, José, somos hermanos, pero no los que también son cuñados —dijo Manuel alzando la voz. 

—No discutiré contigo, es insoportable. Además, el cariño que existe entre ella y yo es mutuo —contesté. 

—Algún día te darás cuenta de la traba en que te has metido. Pequeño... 

—Suficiente. Esto no es lo que mamá hubiera deseado para nosotros —intervino José Ruiz. 

—Mamá siempre ha deseado que nos vayásemos a algún lado en donde no existiéramos para ella —contestó Manuel alcanzando un cigarrillo. 

—Ya estamos lo suficientemente grandes como para referirnos así de ella, Manuel —dije. 

—Y, ¿qué otra explicación le das a que un día se haya ido como si nada? —Tú la conoces y todos sabemos por qué. 

—Pues he perdido la memoria de repente. ¿Por qué se fue? —No... yo no quiero volver a traer esas cosas a mi mente, perdón. —¡CONTÉSTAME! 

—Solo tienes que ver a través de nuestra historia para darte cuenta de los pequeños detalles. Es todo lo que te diré. 

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—No vengas con enigmas, Joselito. Se fue porque estaba desequilibrada. 

—¿Desequilibrada? Claro, como a ti no te faltó nada, crees que todos estamos locos menos tú. 

—Hice muchísimo más de lo que crees, tú eres el delicado. —¿Qué has dicho? 

—¡Ya basta! Nos vamos todos, fue mala idea venir aquí —replicó al fin Leonardo. 

—Me quedo con Manuel, y ustedes pueden seguir en lo del circo, pero nosotros nos retiramos —contestó José Ruiz. 

—Muy bien, si a ustedes les parece poco todo lo que desde pequeños hemos hecho, entonces espero no verlos nunca más —concluyó Leonardo. 

Fue el 18 de enero de 1975. Yo vivía en Francia, y no había visto a ninguno de mis hermanos por más de diez años. Repentinamente, recibí una llamada telefónica. Yo apenas tenía fuerzas para hablar pero aún así contesté. Al escuchar el mensaje, tiré mi teléfono al piso. Llegué al lugar previsto y alzaron las sábanas de las tres camas alumbradas por una luz blanca. Contuve mi agitada respiración y finalmente entre lágrimas dije: 

-Ils sont mes frères 

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